UNIVERSIDAD NACIONAL DE CHIMBORAZO
FACULTAD DE
CIENCIAS POLÍTICAS Y
ADMINISTRATIVAS
ISSN No. 2631-2743
Lenny Jiménez Valdez, Roberto del Barco Gamarra
KAIRÓS, Vol. (5) No. 8, pp. 45-66, enero - junio 2022
PARA UNA CRÍTICA DEL
CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN
POLÍTICA Y DE SU
VINCULACIÓN CON EL
DE DEMOCRACIA
FOR A CRITICISM OF THE
CONCEPT OF POLITICAL
REPRESENTATION AND ITS
LINK WITH THAT
OF DEMOCRACY
DOI:
https://doi.org/10.37135/kai.03.08.03
Mariela Singer
marielasing@hotmail.com
Universidad de Buenos Aires(UBA)
(Buenos Aires - Argentina)
ORCID: 0000-0002-0859-817X
Recibido: 01/05/21
Aceptado: 25/08/21
Mariela Singer
ISSN No. 2631-2743
Resumen
En los últimos años, diversas manifestaciones masivas
desarrolladas a nivel global y la expansión de los movimientos
feministas y lgbtqi+ han generado aperturas en los modos
de concebir y de practicar la política, valorizando la puesta
en juego de los cuerpos en las calles como acción colectiva.
Estas aperturas han incluido el cuestionamiento de la noción
de representación y de su vinculación con la de democracia. El
presente texto postula que la acepción de democracia vinculada
a la idea de gobierno representativo puede (y debe) ser puesta
radicalmente en discusión, y acude a marcos tradicionales de
la ciencia política y de la losofía para revisar críticamente
el concepto de democracia representativa. Concluye sobre
la necesidad de abrir horizontes imaginativos en las formas
de pensar la democracia en pos de favorecer prácticas
emancipatorias.
Palabras clave: participación política, gobierno, teoría
política.
Abstract
In recent years, various mass demonstrations developed
globally, and the expansion of feminist and lgbtqi+ movements
have generated openings in the ways of conceiving and
practicing politics, valuing the presence of bodies in the
streets as collective action. These openings have included the
questioning of the notion of representation and its link with
that of democracy. This text postulates that the meaning of
democracy linked to the idea of representative government can
(and must) be radically discussed and uses traditional political
science and philosophy frameworks to review the concept of
representative democracy critically. It concludes on the need
to open imaginative horizons in the ways of thinking about
democracy to favor emancipatory practices.
Key words: political participation, government, political
theory.
KAIRÓS, Vol. (5) No. 8, pp. 45-66, enero - junio 2022
PARA UNA CRÍTICA DEL
CONCEPTO DE
REPRESENTACIÓN
POLÍTICA Y DE SU
VINCULACIÓN CON EL
DE DEMOCRACIA
FOR A CRITICISM OF THE
CONCEPT OF POLITICAL
REPRESENTATION AND
ITS LINK WITH
THAT OF DEMOCRACY
Mariela Singer Para una crítica del concepto de representación política...
KAIRÓS, revista de ciencias económicas, jurídicas y administrativas, 5(8), pp. 45-66. Primer semestre
de 2022 (Ecuador). ISSN 2631-2743. DOI: https://doi.org/10.37135/kai.03.08.03 47
PARA UNA CRÍTICA DEL
CONCEPTO DE
REPRESENTACIÓN
POLÍTICA Y DE SU
VINCULACIÓN CON EL
DE DEMOCRACIA
FOR A CRITICISM OF THE
CONCEPT OF POLITICAL
REPRESENTATION AND
ITS LINK WITH
THAT OF DEMOCRACY
Introducción
El objetivo es examinar críticamente el concepto de representación política y su vinculación con el
de democracia, atendiendo a perspectivas tradicionales de la ciencia política y de la losofía que
permiten analizar dichos conceptos en su dimensión histórica. En nuestra contemporaneidad, la
necesidad de problematizar el sentido de democracia, y su asimilación a gobierno representativo,
adquiere especial actualidad luego de su problematización en acto, en diversas manifestaciones
masivas desarrolladas a nivel global (al menos) en la última década, que han abarcado territorios
tan distantes como América Latina, Norteamérica, Europa y Medio Oriente, en los que se han
desatado levantamientos y enormes protestas con “toma” de calles. Como señala Gago (2014),
la presencia de movilizaciones de gran impacto, sostenidas y dispersas a lo largo y a lo ancho del
planeta, designa fenómenos de desborde en escenarios y coyunturas muy diversas que ponen en
acto una “política de los muchos” (p.101) y expresan una crítica a la legitimidad de los marcos
gubernamentales. Especica la autora:
Ya sea la llamada “primavera árabe”, el Parque Gezi en Turquía, la Plaza Tahrir en Egipto,
los fenómenos de Occupy Wall Street en Estados Unidos, el 15-m español, el movimiento
#YoSoy132 en México, los estudiantes chilenos, las manifestaciones alrededor del Territorio
Indígena y el Parque Nacional Isiboro-Sécure (Tipnis) en Bolivia o el movimiento urbano
de varias ciudades de Brasil; se trata de fenómenos que cuestionan con cierta efectividad los
marcos de la gubernamentalidad (2014, pp. 101-102).
Diferentes autoras y autores del campo de la ciencia política denominan a estas manifestaciones
“nuevas protestas” (Gargarella, 2015; Svampa, 2008), y señalan entre sus rasgos distintivos la
enorme vitalidad cívica que muestran y el reclamo de derechos a partir de la ocupación del espacio
público, como modo de acción colectiva que involucra otras formas de ejercicio de democracia.
En este sentido, arma Roberto Gargarella: “Acumulamos ya muchos años de movilizaciones
ciudadanas de un nuevo tipo: protestas que muestran componentes democratizadores notables, que
tienden a tomar por escenario principal la calle” (2015, p. 9).
En los años recientes, por otro lado, las manifestaciones en las calles se han vuelto especialmente
notorias como parte de la acción colectiva de los feminismos y de los movimientos lgbtqi+, con
su masicación y expansión a nivel internacional (Gago, 2019). En el caso de la Argentina, donde
se sitúa este escrito; la masicación de los feminismos se produce a partir de 2015, año hito
a nivel local a raíz del llamado el 3 de junio a la primera movilización de #NiUnaMenos, que
logra una convocatoria multitudinaria en las calles. A partir de entonces, otros hitos fueron dando
cuenta de la extensión del movimiento feminista y de la importancia de las manifestaciones en el
espacio público; como el primer paro nacional de mujeres el 19 de octubre de 2016; el primer paro
internacional de mujeres el 8 de marzo de 2017 (que se replica en numerosas ciudades y países
desde ese año); y las manifestaciones masivas por la legalización del aborto a partir de 2018, entre
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otras (Natalucci y Rey, 2018).
La multiplicidad de experiencias asamblearias y de manifestaciones en las calles en los feminismos
del ámbito local e internacional ha generado aperturas en los modos de concebir y de practicar
la política, y ha redundado en la valorización de la puesta en juego del cuerpo y del encuentro
colectivo como el ejercicio de otras formas de democracia (Butler, 2017; Gago, 2019).
Al respecto, la reconocida pensadora feminista Judith Butler señala la potencia de acción y la fuerza
signicante de la presencia del cuerpo en la protesta, valorizando estos ejercicios de democracia
de y desde los cuerpos como luchas por problematizar el sentido mismo del término democracia.
La tesis especíca de su libro Cuerpos aliados y lucha política (2017) es que los “cuerpos aliados”
en la calle o la plaza pública trastocan umbrales respecto de a quiénes se suele (o no) ver y dar la
palabra, y plasman prácticas de democratización de la participación en las decisiones comunitarias.
En este sentido, esta pensadora subraya la necesidad de diferenciar la forma política que solemos
denominar democracia (que, cabe especicar, corresponde a la concepción moderna liberal) del
principio de la soberanía popular: “De hecho, es importante mantenerlos separados cuando tratemos
de entender cómo las expresiones de la voluntad popular pueden poner en cuestión una forma
política determinada, en concreto la que se presenta como democrática” (Butler, 2017, p. 10).
Por su parte, las investigadoras Victoria Furtado y Valeria Grabino (2018) subrayan que las
movilizaciones feministas están produciendo un distanciamiento de la política representativa.
Efectivamente, en el caso de la Argentina, las aperturas generadas por los movimientos feministas y
lgbtqi+ en los modos de concebir y de practicar la política han incluido el cuestionamiento de lógicas
parlamentarias, de la idea de representación política y de su asociación con la de democracia. Más
aún cuando la masicación de los feminismos en la Argentina -como comentara- encuentra su hito
en 2015, en el contexto de multiplicación de manifestaciones contestatarias ante el recrudecimiento
de las políticas neoliberales llevadas a cabo por el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019). En
este marco, se reforzó la crítica a las lógicas de representación (que a nivel local habían sido objeto
de cuestionamiento durante la crisis sociopolítica del año 2001).
Ese cuestionamiento a las lógicas representativas se expresó de forma clara en acontecimientos
especícos, como por ejemplo, en 2018, durante la discusión parlamentaria del proyecto de ley
de legalización de la interrupción voluntaria del embarazo (que, pese haber sido presentado en
el Congreso en varias ocasiones durante los años anteriores, fue discutido recién entonces por
primera vez en la Cámara de Diputados y en la de Senadores, y acompañado por cientas y cientos
de miles de activistas en las calles a lo largo de todo el país). En torno a la discusión de este
proyecto, los discursos desplegados (sobre todo) en el Senado por representantes políticos y
políticas contra la aprobación de la iniciativa (que revelaron tonos profundamente conservadores y
misóginos); provocaron la indignación generalizada, el rechazo a la legitimidad de los saberes y de
la “representatividad” de las y los representantes parlamentarios, así como el cuestionamiento del
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carácter democrático de sus decisiones, en tanto estas se mostraban distanciadas de la voluntad del
demos que se manifestaba rotundamente en las calles (Gago, 2019).
Como señalara, ese tipo de cuestionamiento a la lógica de representación política se había
manifestado con fuerza ya en el terreno local durante la crisis socioeconómica y política argentina
del 2001, cuando cientas y cientos de miles de manifestantes colmaron las calles al grito de “¡Que
se vayan todos [los gobernantes]!” Esos años conformaron un momento sumamente signicativo
en términos de críticas de las lógicas representativas (Ouviña, 2009, p. 120).
Ahora bien, si esa problematización del vínculo representativo se había desplegado con fuerza en
2001, esta crítica ha vuelto a manifestarse en los últimos años con la expansión de los feminismos y
la implosión de corporalidades en las calles a partir de 2015. Los repertorios de protesta feministas
han actualizado, así, la necesidad de pensar los sentidos de democracia a partir del despliegue
de discursos y acciones colectivas que no reducen la política a las lógicas de representación y
valorizan la puesta en juego de los cuerpos en las calles (incluso durante el actual contexto de
pandemia: como sucedió a nes de diciembre de 2020, en ocasión de la aprobación nalmente de
la ley de interrupción voluntaria del embarazo en la Argentina, la cual, como circuló a modo de
sentencia o dicho popular, “se aprobó primero en [la masiva participación en] las calles para luego
formalizarse en el parlamento”).
Teniendo en cuenta, así, la actualidad e importancia que ha cobrado la reexión sobre los sentidos
de democracia, este texto se orienta a problematizar la asimilación naturalizada de su signicado a
la de idea de gobierno representativo. Ahora bien, el escrito postula que la acepción de democracia
vinculada a la idea de gobierno representativo puede ser radicalmente puesta en discusión no solo
desde el activismo político (como ha ocurrido en las protestas masivas a nivel global en las últimas
décadas -Gargarella, 2015- y se ha reforzado en diversos feminismos de los últimos años), sino
incluso desde marcos disciplinares clásicos de la ciencia política y la losofía (Manin, 1992 y 2006;
Pitkin, 1985, entre otros); que permiten mostrar cómo en otros períodos históricos democracia y
representación no solo no eran términos asimilables, sino que eran concebidos como opuestos.
El escrito comienza deniendo la noción de democracia en su sentido clásico. En segundo lugar,
problematiza la asimilación entre democracia y representación a partir de autores y autoras
reconocidas del campo de la ciencia política. Luego profundiza en diferentes dimensiones que
permiten distinguir entre gobierno representativo y democracia. Concluye nalmente valorando
la necesidad de abrir horizontes imaginativos en las formas de pensar la democracia, en pos de
favorecer prácticas políticas emancipatorias, así como explicitando la complejidad implicada en
estas temáticas.
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La democracia en su sentido clásico y el surgimiento de la representación
política
Como subraya Claude Lefort, ni la democracia ni la representación son una creación de los
modernos, al menos si se toma por “moderno” el sentido que esta palabra adquiere en el siglo
XIX (2011, p. 19). La democracia nace en la Grecia antigua. En el siglo V a. C. se produce en
el mundo griego una transformación radical de las instituciones e ideas políticas: un número de
ciudades-estado que habían sido sometidas a formas de gobierno no-democráticas (aristocráticas,
oligárquicas, monárquicas o tiránicas) se convierten en sistemas capaces de ofrecer a una cantidad
relevante de hombres la participación directa en los asuntos de gobierno. En la base de estas
experiencias nace la idea de democracia: “la concepción de una forma de gobierno que reconoce al
pueblo soberano el derecho de gobernarse” (Greblo, 2002, p. 19). Esta idea es acompañada por los
principios de isegoría (igual derecho a tomar la palabra en la asamblea) y de isonomía (igualdad
ante la ley), constitutivos de la concepción de democracia en su sentido clásico. Como subraya
Edoardo Greblo: “no se trata de términos alternativos: siguen en uso [cuando surge la noción de
democracia] e incluso son considerados sinónimos de democracia” (ib., p. 19).
Si bien, como señala críticamente Lefort, permanecen activos en el régimen democrático los
valores aristocráticos heredados de las antiguas capas dirigentes, el régimen democrático puede
reconocerse por “un rasgo especíco”: “En él el pueblo teóricamente posee la autoridad suprema,
y la mayoría de los hombres que se benecian con la ciudadanía supuestamente deciden acerca de
las acciones que comprometen el destino común” (Lefort, 2011, p. 19).
Desde visiones críticas como la de Lefort (que cuestiona las versiones romantizadas de la democracia
clásica) y también en manuales de Ciencia Política (por ejemplo en el recién citado de Greblo, 2002),
la Atenas de la primera mitad del siglo V a. C. es descripta como momento en que se desarrolla
una forma política que reconoce al pueblo (este conformado por el conjunto de ciudadanos libres)
no solo los derechos para gobernarse, sino también los recursos y las capacidades para participar
en las acciones de deliberación colectiva (ib., p. 7). La democracia, en su sentido clásico, se dene
entonces como el principio de soberanía popular: “la democracia es el poder del pueblo” (ib., p.
9) (rasgo especíco que también reconoce Lefort para el sentido de lo democrático, aun cuando
esto, para él, se produzca “en teoría” o “supuestamente” en la democracia ateniense). De hecho,
etimológicamente el término democracia deriva del correspondiente griego demokratia, compuesto
por demos (pueblo) y kratos (fuerza, poder o gobierno), y signica “gobierno del pueblo”.
Greblo subraya que en la concepción clásica antigua, “democracia indica no solo la titularidad
del poder por parte del pueblo, sino también el ejercicio directo” (2002, p. 10). En este régimen,
la Asamblea (la ekklesia) representaba el cuerpo soberano, conformado por el conjunto de la
población emancipada: ciudadanos masculinos mayores de dieciocho años que deseaban participar
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en ella (por lo general no más de 6000), cada uno de los cuales tenía voz y poder de decisión.
En ese sistema, las decisiones de la Asamblea disponían de poder denitivo sobre todas las
actividades legislativas y de gobierno. A raíz del alto número de participantes, la actividad
propiamente administrativa era ejercida por el Consejo de los Quinientos (la comisión ejecutora y
organizadora compuesta por hombres mayores de treinta años), con la cooperación de una comisión
de cincuenta miembros, que permanecían en el cargo durante un mes, y de un número determinado
de cargos anuales. Todos ellos eran elegidos por sorteo y permanecían en su cargo por uno o dos
años, no renovables (salvo por los diez estrategas y otros pocos cargos). Con selección mediante
sorteo y premio para los titulares de los cargos, conguraban un sistema de democracia directa y
participativa fundado en el debate deliberativo y en la ausencia de burocracia. De este modo, un
signicativo porcentaje de ciudadanos varones de Atenas tenía la oportunidad efectiva –y también
el deber- de participar con regularidad en la vida política y de mantener una experiencia directa
con el gobierno de la ciudad. Los ciudadanos atenienses no delegaban a alguno de sus pares la
representación de sus propios intereses: participaban directamente como activistas (Greblo, 2002,
p. 22).
Ahora bien, no puede dejar de subrayarse, como lo han hecho diversidad de autores (entre otros,
los citados Lefort y Greblo), que la democracia ateniense se congura más como la extensión de
un privilegio exclusivo (al grupo de ciudadanos considerados “libres”) que como la realización
efectiva de un derecho universal. Desde ya que las mujeres no gozaban de derechos políticos ni
civiles, al igual que los inmigrantes no podían participar de las deliberaciones. Pero, sobre todo,
es la existencia de la esclavitud la que sostiene el sistema, y la que genera solidaridad entre los
ciudadanos libres, que tenían la conciencia de formar parte de una élite numéricamente limitada y
concebida políticamente superior (en contraste con el estatus de los trabajadores esclavos), que los
exoneraba además de la necesidad del trabajo (Greblo, 2002, p. 23).
Si la democracia en su sentido clásico se congura en la Grecia Antigua, la representación
(concebida como conjunto de instituciones cuyos miembros se encuentran habilitados a deliberar
y decidir sobre los asuntos públicos en nombre de quienes les reconocen ese derecho), en cambio,
se conforma recién en la Europa de los estados monárquicos, y se imprime en la tradición de
Inglaterra para pasar a constituir un modelo para las mentalidades ilustradas desde nes del siglo
XVII (Lefort, 2011, p. 19; Greblo, 2002, p. 10).
La democracia representativa, por su parte, constituye una forma política bastante nueva. Los
norteamericanos que adhirieron a la república en 1777 tardaron años en debatir la naturaleza
y los poderes de la representación en los estados antes de combinar el federalismo, el sistema
representativo y el sufragio universal. A partir de entonces, como destaca Lefort, “la autoridad del
pueblo resulta rigurosamente circunscrita al ejercicio del sufragio, mientras que todos los poderes,
ejecutivo, legislativo y judicial, en adelante proceden de la delegación de esta autoridad” (2011, p.
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20). Francia alcanzó la democracia representativa luego de un período más largo. En este sentido,
cabe especicar que el teórico más signicativo del gobierno representativo en la primera mitad del
siglo XIX, François Guizot, jefe de la oposición bajo la Restauración y cabeza del gobierno bajo la
Monarquía de julio, “se encarnizó en combatir la democracia” (ib., p. 20).
La ecacia de la representación, destaca Lefort, reside en el reconocimiento de las libertades cívicas
y de la diversidad de intereses sociales. Ahora bien, el autor señala que este reconocimiento de los
intereses del pueblo se produce de modo paradojal, a costa de no desplegarse concretamente más
que en los momentos de elecciones, a la vez que implica una disgregación de los lazos sociales a
favor de un recuento de la decisión individual. En palabras del autor:
[en la democracia representativa] la soberanía del pueblo no constituye la referencia fundamental
de toda acción política sino a condición de permanecer latente, fuera de los momentos en que se
hace reconocer por la operación del sufragio y, por otra parte, de una manera paradójica, puesto
que requiere entonces una disociación de los lazos sociales y se signica por el simple recuento
de las elecciones individuales (ib., p. 21).
En la misma línea que lo planteado por Lefort, Greblo subraya que si bien el concepto de democracia
se utiliza en nuestra contemporaneidad como una noción aplicable unívocamente y sin precisiones
semánticas tanto al régimen antiguo como al moderno, la democracia en el sentido clásico no
puede pensarse sin la participación concreta del pueblo en las decisiones, conformando el pueblo
una parte efectiva de la comunidad y no una entidad abstracta extrapolable del conjunto de las
individualidades de los sujetos votantes. En palabras del autor:
no debe olvidarse que en los griegos el concepto [de democracia] se reere exclusivamente a una
forma de gobierno que puede ser expresión del pueblo únicamente porque el pueblo es una parte
de la ciudad y solo en tanto una parte puede imponerse sobre la otra y adquirir así funciones de
toma de decisiones. En la edad moderna, en cambio, incluso si el pueblo es identicado a veces
de diversos modos, ese no es un dato naturalmente organizado sino una construcción articial:
la democracia, antes de ser una teoría de la forma de gobierno, se congura como una teoría
de la formación del pueblo como una totalidad de individuos iguales. El sujeto activo de la
democracia moderna no es el pueblo en su conjunto o como parte de un todo, sino los ciudadanos
individuales que gozan del derecho de voto. La democracia moderna presupone por lo tanto una
concepción individualista de la sociedad: la voluntad popular no es la voluntad del pueblo como
un todo, sino la voluntad de los ciudadanos individuales, y la mayoría no es la expresión de un
sujeto colectivo, sino la suma numérica de muchos sujetos individuales tomados individualmente
(Greblo, 2002, p. 24).
¿”Democracias” representativas? De pleonasmos y oxímoron...
Como planteara desde el comienzo del presente texto, la acepción de democracia vinculada a la
idea de gobierno representativo puede ser radicalmente puesta en discusión, no solo desde los
activismos políticos referidos anteriormente (que vienen problematizando en acto el sentido de
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democracia), sino también desde autoras y autores consagrados de la ciencia política y la losofía,
como es el caso tanto de Lefort y de Greblo como de varios otros.
Bernard Manin, por ejemplo, otro autor reconocido del campo de la ciencia política, llama la
atención sobre el modo en que en la contemporaneidad se encuentra naturalizada la referencia a
nuestros regímenes representativos como gobiernos “democráticos”. La usanza actual, dice Manin,
“distingue entre democracia ‘representativa’ y democracia ‘directa’, haciéndolas variedades
de un mismo tipo de gobierno”; sin embargo, continúa, “lo que hoy denominamos democracia
representativa tiene sus orígenes en un sistema de instituciones (establecidas tras las revoluciones
inglesas, norteamericanas y francesas) que, en sus inicios, no se consideraban formas de democracia
o de gobierno del pueblo” (2006, p. 4).
Los regímenes que hoy denominamos democracias representativas fueron concebidos en principio
como gobiernos representativos, según la idea moderna de representación. Idea que no solo no se
vinculaba a la noción de democracia, sino que surgió en entera oposición a ella. Como subrayan
tanto Manin como otros reconocidos estudiosos y estudiosas de la teoría política y la losofía: la
representación surge contra la democracia (Manin, 1992 y 2006; Lefort 1992 y 2011; Pitkin, 1985).
A diferencia de lo que podría pensarse desde cierto sentido común contemporáneo, el sistema
representativo moderno no fue instituido según la intención de posibilitar la extensión de formas
democráticas locales a grandes territorios (Rancière, 2007; Manin, 2006; Accarino, 2003). No
congura una forma “indirecta” de democracia ni se constituyó por el ánimo de salvaguardar
la voluntad popular en grandes estados; todo lo contrario. La representación fue propuesta para
impedir la injerencia del pueblo en el gobierno: para que un grupo minoritario gobierne por y
mejor que la voluntad popular, de modo de liberar al gobierno de la inuencia de esta última, y de
disponer de autoridad y legitimidad para actuar incluso totalmente en su contra (Rancière, 2007).
De ahí el carácter antitético de la formulación “democracia representativa”, que un investigador
argentino, Martín Unzué, vuelve maniesto en la siguiente pregunta:
¿Cómo llamar democrático a un gobierno ejercido por un grupo minoritario, que no le debe
demasiada delidad a la enorme mayoría de los ciudadanos, devenidos electores, y que puede
actuar frente a ellos con absoluta libertad, sin otra sanción ante la toma de decisiones contrarias
a la voluntad mayoritaria que un posible castigo electoral futuro? (2007, p. 23).
Si es un grupo el que gobierna y tal grupo dispone de un marco de contención formal para
tomar decisiones incluso contrarias a la voluntad mayoritaria, ¿cómo es posible que ese tipo de
institucionalidad sea denominada democrática? Algunos autores contemporáneos proponen no
denominar de esa manera a nuestros sistemas representativos, e insisten con el planteo de emplear
otro tipo de designaciones, como las de “oligarquías” (Rancière, 2007) o “regímenes capital-
parlamentaristas” (Badiou, 2010).
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Al respecto, cabe señalar que la asimilación entre democracia y sistema estatal representativo es
relativamente reciente en la historia del pensamiento político, y que en otros períodos históricos
habría signicado una contradicción. Por tal motivo, la dimensión histórico-genealógica del
concepto de democracia suele ser recuperada para subrayar, por ejemplo, que a los antiguos griegos
la “forzada conjunción de términos” implicada en la designación de “democracia representativa les
hubiese parecido problemática, y la aplicación a nuestra forma de gobierno contemporánea, un
oxímoron incomprensible” (Unzué, 2007, p. 23). También suele señalarse, en la misma dirección,
que “la ‘democracia representativa’ puede parecer hoy un pleonasmo. Pero fue, al comienzo, un
oxímoron” (Rancière, 2007, p. 78).
Cabe entonces desnaturalizar esa asimilación, para no clausurar el sentido de democracia y
desplegar otros sentidos posibles.
Genealogías y deconstrucciones
I. La representación: una propuesta contra la anarquía
En un libro clásico del campo de la ciencia política, Hanna Pitkin (1985) da cuenta de cómo el
concepto de representación ha sido poco asociado en el transcurso de su historia a la noción de
democracia. La autora expone cómo en la política moderna la representación comienza con Thomas
Hobbes y su idea de representación absoluta, que -como desarrolla en su conocido Leviatán (2016)-
supone la delegación de la soberanía y de la libertad, la transferencia del derecho a gobernar a un
poder absoluto centralizado en el soberano.
Pitkin subraya que la de Hobbes es la primera y más desarrollada perspectiva de la representación, a la
que ella denomina “teoría de la autorización”, en tanto concibe la representación como la concesión
de la autoridad para decidir y actuar. En esta perspectiva, el representante está completamente
autorizado a actuar e incluso a “hacer lo que le plazca” (Pitkin, 1985, p. 42), sin responsabilidad
alguna de su acción frente a las y los representados. Entendida la representación de esta manera,
no existe la posibilidad de “representar bien o mal”, puesto que cualquier acción celebrada una
vez concedida la autorización supone por denición el acto de representar. Así, representar, lejos
de implicar el intento de seguir la voluntad del representado, signica “actuar con autoridad en
nombre de” (ib., p. 46) de acuerdo a la delegación completa de la soberanía a un representante de
parte de un representado.
Así, la idea de representación, en la concepción que inaugura su sentido para la política moderna
(la de Hobbes), supone delegación de la decisión y reviste un acto de subordinación. Como sostiene
Bruno Accarino, en la misma línea de los planteamientos de Pitkin, en el marco hobbesiano “el
acto de autorización debe entenderse como sumisión a todas las futuras acciones representativas”
(2003, p. 50).
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La concepción delegativa de Hobbes deriva de su preocupación “excesiva” por la anarquía (Pitkin,
1985, p. 36), de un exacerbado temor a ella; su intención es la de oponer la representación justamente
a ese peligro. El absolutismo político que implica aquí la “representación” congura un modo de
resguardo frente al caos anárquico y a la diversidad de voluntades, consideradas potenciales de
conicto. La unicación de la pluralidad de voluntades en una única voluntad, la del Estado, a
través de la delegación de la soberanía al líder político efectuada en la representación, es para
Hobbes la mejor solución frente al peligro de la anarquía y de las lógicas propiamente populares.
Al respecto, señala el politólogo italiano Edoardo Greblo:
[en la perspectiva hobbesiana] a las asambleas populares se les imputa la incompetencia, el
prevalecer de la demagogia, el nacimiento de facciones que impiden la constitución de una
voluntad colectiva (…) El pueblo no existe más que después del contrato y no posee otro modo
de expresarse que el representativo: su voluntad únicamente se delinea a través de la gura de su
representante (2002, pp. 67-68).
II. La representación: una propuesta contra la democracia
Como señalara anteriormente, la idea moderna de representación, tal como arman diversos
autores (Rancière, 2007; Accarino, 2003), no surge de la voluntad de posibilitar la extensión de
formas democráticas a grandes territorios ni del intento de sortear un inconveniente numérico.
No constituye una forma indirecta de salvaguardar la voluntad popular, sino más bien el medio de
impedir su manifestación. Rancière lo expone de la siguiente manera:
Suele simplicarse la cuestión reduciéndola a la oposición entre democracia directa y democracia
representativa. (…) La democracia directa, se dice, era buena para las ciudades griegas antiguas
o para los cantones suizos de la Edad Media, donde toda la población de hombres libres podía
caber en una sola plaza. A nuestras vastas naciones y a nuestras sociedades modernas solo les
conviene la democracia representativa. Pero el argumento no es tan convincente como pretendería
(…) La representación nunca fue un sistema inventado para paliar el crecimiento poblacional.
No es una forma de adaptación de la democracia a los tiempos modernos y a los vastos espacios.
Es, de pleno derecho, una forma oligárquica, una representación de minorías poseedoras de título
para ocuparse de los asuntos comunes (2007, pp. 76-77).
Y continúa:
En su origen, la representación es el opuesto exacto de la democracia. Nadie lo ignora en la época
de las revoluciones norteamericana y francesa. Los padres fundadores y muchos de sus émulos
franceses la ven, justamente, como el medio del que dispone la élite para ejercer de hecho, en
nombre del pueblo, el poder que está obligada a reconocerle pero que él no podría ejercer sin
destruir el principio mismo del gobierno (2007, p. 78).
Podemos decir que si en Hobbes se expresa un explícito temor a la anarquía, en los constitucionalistas
norteamericanos del siglo XVIII se maniesta un concreto temor a la democracia (y también en varios
franceses, aún del siglo XIX, como en el caso de Guizot mencionado anteriormente, gran defensor
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de la representación y fervoroso opositor a la democracia). En cuanto a los norteamericanos, para los
autores de El federalista, obra hito en la institución del sistema representativo estadounidense, “la
representación se conguraba como una vía deseable porque temían y se oponían a la democracia”
(Pitkin, 1985, p. 212). Los “padres fundadores” del gobierno representativo, los ideólogos del
sistema norteamericano -sistema que, como se sabe, inuyó en diseños constitucionales de
diferentes países, entre ellos el argentino- no eran demócratas; de hecho, todo lo contrario. Para
ellos, cuyo mayor exponente es James Madison, los gobiernos del pueblo eran fuentes de injusticia
y conllevaban el peligro del desarrollo de facciones. La representación política, ligada entonces al
modo de gobierno republicano, en el que se delega el gobierno a un pequeño grupo de ciudadanos,
se oponía al modo de gobierno democrático y se concebía justamente como resguardo ante sus
peligrosas potencialidades.
Madison sostenía que el elemento desbaratador en la facción debía neutralizarse por un gobierno
bien ordenado, un gobierno republicano, representativo: “Una república, con lo que quiero decir,
un gobierno en el que tenga lugar el esquema de la representación, abre una prospectiva diferente, y
promete la cura de los males de la facción” (1961, p. 42). La representación es concebida como una
suerte de ltro capaz de renar las perspectivas sobre lo público, al hacerlas pasar por ciudadanos
con mayores competencias para decidir.
III. La representación: una propuesta para legitimar la desigualdad en el saber (¿democracia o
aristocracia?)
Para los constitucionalistas norteamericanos del siglo XVIII, el proyecto de un pequeño grupo de
ciudadanos conformando un gobierno republicano, y el principio representativo implicado en ese
tipo de gobierno, se legitimaban por el “buen saber” de lo que conviene al pueblo -aun contra la
opinión del propio pueblo-, por su capacidad para discernir mejor los intereses de la patria (Unzué,
2007, p. 24).
Esto último no implicaba ningún ocultamiento de cuál era la base de ese orden político y la necesidad
de su sustento, que Madison expone explícitamente: el gobierno representativo se fundamenta en el
resguardo de la propiedad privada, cuya legitimidad encuentra fundamento, a la vez, en las diversas
capacidades de los seres humanos. Lo que origina el derecho de propiedad, en este marco, es la
protección de desiguales facultades: “la protección de esas facultades es el primer objetivo del
gobierno. De la protección de diferentes y desiguales facultades de adquirir propiedad, la posesión
de diferentes tipos y grados de propiedad es una consecuencia inmediata” (Madison, 1961, p. 78).
La postura que logró imponerse en 1787, cuando la fundación de la constitución estadounidense
-hito en el diseño de varios sistemas representativos contemporáneos, como comentara-, fue la de
los federalistas, que defendían la representación política como selección de los mejores. Como
observa Unzué:
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El modelo de representación política que logró imponerse, y que es el que conocemos actualmente,
entiende a la representación como un mecanismo aristocrático (en el sentido etimológico del
término) de denición de los integrantes del gobierno. El congreso, en este caso, debe ser la
reunión de los mejores, los que poseen las mayores cualidades para el gobierno, y ello los
diferencia del pueblo, o del ciudadano común y corriente, del que se desconaba fuertemente a
lo largo de todo el siglo XVIII y XIX (2007, p. 32).
La representación, como gobierno de pocos que no responden a la voluntad del pueblo, como
conjunto selecto de ciudadanos, y la concepción de representantes como grupo de “los mejores”,
lejos de presentar rasgos democráticos dan cuenta claramente de un sistema de gobierno cuya
institucionalidad está dada por elementos aristocráticos. Expresan la forma aristocrática, más que
democrática, propia del gobierno representativo tal como se conguró en la modernidad.
IV. La representación contra el mandato popular. División del trabajo y profesionalización
La representación política moderna, lejos de originarse vinculada a la idea de mandato popular, se
asimila a la idea de “independencia” del gobernante. De hecho, la “independencia” puede entenderse
como uno de los dos términos de la oposición “independencia-mandato” (Pitkin, 1985, p. 158).
Como expusiera anteriormente, el sentido que logró imponerse para representación implica que el
representante, lejos de suponer una suerte de delegado o embajador de las decisiones deseadas por
las y los representados, dispone por el contrario de total independencia frente a la voluntad de estos
últimos. Y es esta independencia la que, justamente, resulta constitutiva del sentido de representar
en la política moderna.
En contraposición a esa concepción, Pitkin acentúa que “el teórico del mandato” vería al representante
como un mero agente, como un sirviente, un delegado o un sustituto subordinado a aquellas y
aquellos que le enviaron.1 Sin embargo, en la concepción que se impuso de los teóricos de la
independencia, la representación no se vincula con un ánimo democrático de respetar y/o extender
la voluntad popular sino con la intencionalidad aristocrática de reemplazarla, y el representante
conforma un agente libre, como un experto al que es mejor dejar solo, en tanto los asuntos políticos
son considerados como algo difícil y complejo, más allá de las capacidades de los seres ordinarios
(Pitkin, 1985, p. 160).
En ese sentido, Unzué señala que la “independencia” del gobernante respecto de las y los
representados se sustenta en el supuesto de una asimetría de capacidades, en la cual una minoría
es poseedora de competencias de las que la mayoría carece (2007, p. 23). Esta segmentación
desigualitaria de competencias, saberes y capacidades se vincula con otro elemento empleado con
recurrencia desde nes del siglo XVIII en la fundamentación del gobierno representativo: el de la
división del trabajo.
1. Esta otra concepción vinculada al mandato se expresa por ejemplo en el neozapatismo mexicano, en el que se
asume que “el pueblo manda y el gobierno obedece”, tal como puede leerse en los murales y carteles de ingreso a las
comunidades zapatistas, así como en los documentos programáticos del EZLN.
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El argumento por el que la división del trabajo justica el gobierno representativo es el siguiente:
como una persona no puede ser sabia en todas las materias y, paralelamente, como la sociedad
compleja le demanda estar en varios lugares a la vez, la persona necesita ayuda en lo que hace
al ejercicio de la participación política y la representación se la proporciona (en tanto le permite
delegarla). Aquí la representación conforma una cuestión de división del trabajo, y para este
punto de vista, cuanto más compleja y “avanzada” se encuentra la sociedad se impone una mayor
necesidad de representación.
De la misma manera que se produce una división y especialización de tareas en otras áreas, se
justica la incompetencia en la tarea política y la delegación a especialistas también en esta
actividad. En este marco, suele efectuarse una analogía con la especialización en otros campos
para fundamentar la necesidad de delegación y de expertise en el terreno de la política. Se plantea,
por ejemplo, que así como un sujeto puede acudir a los saberes de un ingeniero para la realización
de un trabajo, a un arquitecto para la construcción de un espacio o a los de un médico para atender
su salud; es necesario que acuda y delegue sus decisiones políticas a quienes concentran los saberes
correspondientes (Pitkin, 1985, pp. 147-148). Las implicancias de esta concepción de cara a la
representación política son claras: si se ha entregado la tarea a un experto, hay que dejarle actuar.
Hay que dejar hacer a quien tiene el saber sin interferir desde la “ignorancia” del lego, lo que desde
este punto de vista resultaría contraproducente para el propio sujeto interesado.
Ahora bien, desde esta mirada, la política no es cuestión de voluntad sino de saber. El conocimiento
superior del que -se considera- dispone el representante implica que éste no debe recibir órdenes
ni atender a la voluntad de sus electores, puesto que sabe mejor que ellos cómo actuar. Es esta
concepción la que está presente en autores reconocidos como Edmund Burke y la que inhibe pensar
la representación vinculada a la idea de mandato, en tanto esta idea implicaría “sacricar” el saber,
malograr la competencia del especialista-representante.
Ahora bien, la noción de que el gobernante político ejerce una habilidad o conocimiento especializado
que no tienen los súbditos es al menos tan antigua como la República de Platón (aun cuando este
no manejaba la noción moderna de representación), para quien la política es un asunto de sabiduría
y conocimiento experimentado que debe ser puesta en manos del hombre sabio, a la vez que cada
cual debe dedicarse solamente a su tarea especíca.2
Retornando a los modernos, también en algunos coetáneos franceses a los federalistas se hace
presente esta visión de la representación ligada a la especialización. El abate Siéyès, por ejemplo,
recalca la “enorme diferencia” entre democracia y sistema representativo, señalando que la
eminente superioridad de este último reside en que constituye la forma de gobierno más apropiada
para las condiciones de las sociedades comerciales modernas, en las que los sujetos deben ocuparse
2. Puede leerse en Platón: Entre nosotros no hay un hombre que reúna en sí los talentos de dos o más hombres, y cada
uno sólo puede hacer una cosa (…) En nuestro Estado el zapatero es simplemente zapatero y no piloto; el labrador,
labrador y no juez; el guerrero, guerrero y no comerciante; y así los demás. (2006, p. 150)
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primordialmente de la producción económica y el intercambio.
Plantea Siéyès que en ese tipo de sociedades los ciudadanos no gozan ya del tiempo libre necesario
para ocuparse de los asuntos públicos, por tanto, deben emplear como medio la elección para
conar el gobierno a quienes puedan dedicar todo su tiempo a esa tarea (en Manin, 2006, p. 5).
Tanto para Siéyès como para Madison, el gobierno representativo no sólo no conforma un tipo de
democracia, sino que es una forma de gobierno esencialmente diferente y por lejos preferible a ella;
una forma propuesta en expresa contraposición a la democracia, no basada en la presuposición de
igualdad de las y los sujetos involucrados.
El medio fundamental para delegar la acción en el gobierno representativo está dado por las
elecciones, que constituyen los actos de investidura de autoridad. La representación implica
entonces, en suma, delegación y subordinación, y las elecciones son vistas como el momento de
concesión de autoridad que las y los votantes hacen.
V. Elecciones = ¿democracia?
En la actualidad, la idea de democracia suele asociarse a la de elecciones. Sin embargo, históricamente,
y hasta hace un período muy cercano, la democracia no solo no había sido concebida en vinculación
con un sistema electoral, sino que las elecciones fueron consideradas por siglos y durante la mayor
parte de su historia en relación con la aristocracia, como un mecanismo propiamente aristocrático.
Al respecto, Rancière subraya: “la elección tampoco es en sí una forma democrática por la cual el
pueblo haga oír su voz. Es, por origen, la expresión de un consentimiento demandado por un poder
superior”, y concluye: “la evidencia que asimila democracia a forma de gobierno representativo
surgido de elecciones es muy reciente en la historia” (2007, p. 78).
Mientras que las elecciones han sido históricamente vinculadas a la aristocracia o a la oligarquía,
puesto que suponían la posibilidad de selección de una élite o grupo de “los mejores”, la democracia
y la igualdad ciudadana eran asociadas principalmente a otro tipo de mecanismo: el del sorteo.
Estas asociaciones son de larga data y se encuentran ya en Aristóteles, que -incluso cuando no
defendía los elementos democráticos y proponía un gobierno de “mezcla” con componentes propios
de diferentes tipos de regímenes- veía la elección como un método oligárquico o aristocrático,
incompatible con la democracia, mientras consideraba al sorteo en cambio como estrictamente
democrático (Manin, 2006, p. 21).
La democracia griega, por su parte (que hoy de todos modos no podríamos concebir como democrática
en tanto excluía a mujeres y esclavos), como comentara anteriormente, asignaba buena parte de los
cargos por este medio azaroso. Si bien el espacio de decisión fundamental entre los atenienses lo
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constituía la asamblea, como indicara, ciertas funciones estaban a cargo de ciudadanos especícos,
la mayor parte de ellos seleccionados por sorteo. Este mecanismo se vinculaba a un principio
primordial de la democracia griega, el principio de rotación en los cargos (Manin, 2006; Greblo,
2002). Para los denominados “demócratas atenienses” resultaba de vital importancia que ningún
ciudadano se perpetuara en el gobierno y que no se produjera una concentración de los saberes,
lo que podía redundar en la corrupción de ese orden. Es decir que de manera diametralmente
contrapuesta a los modernos, los atenienses se oponían a la profesionalización de los cargos, en tanto
percibían un conicto entre democracia y profesionalidad. Mostraban una profunda desconanza
al profesionalismo, al considerar que, de ocuparse los cargos por quienes tuvieran saber, ello podía
derivar en fuentes de poder. Así es que para las cuestiones no denidas en la asamblea, había cargos
rotativos y estos estaban dados por sorteo y, por otro lado, era común también al abandonar el cargo
la práctica de la rendición de cuentas.
Asimismo, el sorteo se relacionaba con otro valor clave de la democracia ateniense, que mencionara
anteriormente: el principio de isegoria. Este principio establecía que en lo concerniente al gobierno,
cualquier ciudadano se encontraba lo sucientemente cualicado para que su opinión mereciera ser
escuchada. La isegoria implicaba entonces la misma posibilidad de tomar la palabra en la asamblea
o de presentar una propuesta. De lo que se trataba era de garantizar a cualquiera que lo desease
(dentro, por supuesto, de los considerados “ciudadanos”) la oportunidad de desempeñar un papel
preponderante en la política. Este principio democrático de la isegoria, el derecho igualitario a
hablar en la asamblea, daba a quien lo deseaba una porción igual del poder ejercido por el pueblo
(o por lo considerado “pueblo” en esa acepción excluyente de los esclavos, los inmigrantes y las
mujeres). En paralelo con este principio, el sorteo garantizaba que cualquiera que buscase un cargo
tuviera la oportunidad de ocuparlo. Los demócratas tenían la intuición de que las elecciones, en
cambio, no garantizaban la misma igualdad (Manin, 2006).
Desde ya que el sistema ateniense se sostenía en un modelo esclavista, al que en la actualidad es
difícil enlazar con el concepto de democracia. No se trata, sin embargo, de recuperar ni idealizar el
modelo ateniense, sino de exponer concepciones históricas que permiten desnaturalizar y enriquecer
los sentidos modernos que habitualmente damos al término.
Por otro lado, el sorteo no fue exclusivo de la (denominada) democracia ateniense: con anterioridad
a nuestros actuales sistemas representativos fue muy utilizado asimismo por otros sistemas políticos,
como las repúblicas italianas de la Edad Media y el Renacimiento, en las que se produjo un uso
combinado y/u oscilatorio de la elección y del sorteo, y en las que sobre todo a partir de nes del
siglo XV y comienzos del XVI, las elecciones quedaron sistemáticamente asociadas al gobierno
“estrecho” o aristocrático, mientras que el sorteo al gobierno “abierto” o popular (Manin, 2006, p.
43).
Según arman diferentes autores, los constitucionalistas post-revolucionarios de nes del siglo
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XVIII conocían perfectamente la tradición republicana italiana, así como los debates y las
posibilidades en cuanto a mecanismos de selección allí utilizados (Manin, 2006; Rancière, 2007;
Accarino, 2003). No obstante, el sorteo como medio posible de selección de cargos ni siquiera se
constituyó en objeto de discusión. Asimismo, en los dos últimos siglos, los sistemas representativos
conformados han prácticamente descartado ese mecanismo, mientras que las elecciones se han
constituido en la herramienta fundamental de estos gobiernos.
Si retomamos la oposición entre elección y sorteo, veremos que la presencia de estas oposiciones
y la asociación recurrente a oligarquía-aristocracia y a democracia, respectivamente, pueden
advertirse también en autores como Montesquieu o Rousseau. Montesquieu hace jugar de un lado
el par sorteo-democracia para ubicar en el lado opuesto el binomio elección-aristocracia:
La elección por sorteo es propia de la democracia, la designación por elección corresponde a la
aristocracia. El sorteo es una forma de elección que no ofende a nadie; permite a cada ciudadano
una expectativa razonable de poder servir a su patria (2007, p. 49).
Rousseau, por su parte, también realiza una asociación entre sorteo y democracia, por un lado, y
elección y aristocracia, por otro, en El contrato social. De hecho, el propio autor cita a Montesquieu
para explicitar su acuerdo respecto de esta cuestión:
“El sufragio por sorteo”, dice Montesquieu, “es propio de la democracia”. Estoy de acuerdo (…).
Si se observa que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, se
comprenderá por qué el procedimiento del sorteo es más adecuado para la democracia, donde
la administración es tanto mejor cuanto menos frecuentes son los actos. (…) Las elecciones
por sorteo tendrían pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en la que al ser todo
igual, tanto las costumbres como el talento, los principios como la fortuna, la elección es casi
indiferente (Rousseau, 2003, pp. 183-4).
Ahora bien, tan solo un siglo después de estos dos autores, la idea de sorteo desaparecía de los
debates políticos. En el transcurso de los siglos XIX y XX, con la extensión de las elecciones y
la instauración del sufragio universal, se ha tendido a identicar la libre elección y el derecho al
voto de todas y todos los ciudadanos con la democracia. Y, si bien la universalización del voto,
sobre todo frente al voto restringido, supone una ampliación de derechos; no suele problematizarse
la naturaleza aristocrática del sistema mismo de elecciones, en su propia institucionalidad. A la
vez, suele naturalizarse la identicación entre democracia y elecciones como si estas últimas
(aun cuando puedan resultar necesarias o productivas) resultaran sucientes para materializar y
garantizar una sociedad democrática.
Por otro lado, un efecto desafortunado de esta identicación es la naturalización de la igualdad
como “igualdad de elección” y no como igualdad para gobernar y participar de los asuntos de
la comunidad. En este sentido, también Claude Lefort cuestiona la asimilación entre el sistema
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representativo y la democracia, subrayando que en el sistema representativo la autoridad del pueblo
se reduce al ejercicio del sufragio, mientras que todos los poderes proceden de esa delegación de
autoridad (2011, p. 20).
Representantes que actúan y deciden, votantes que juzgan. “La gente”
como juez
La perspectiva de la representación, ligada al saber experto, con frecuencia encuentra su contracara
en el argumento de que las y los electores (lo que en la actualidad mediática suele denominarse “la
gente”) carecen del conocimiento para gobernar, pero saben sin embargo evaluar bien al gobierno,
así como elegir a las y los representantes que las y los gobernarán (Pitkin, 1985). A las y los
votantes no se les exige ni interpela a decidir sobre cuestiones políticas complejas, sino a escoger
a las personas a encargarse de la tarea de legislar. En este mismo acto, se naturaliza que juzgue la
acción de otras personas sin asumir como posibilidad su propia capacidad de actuar.
En vinculación con esto último, Manin realiza una severa crítica al modo en que en nuestra
contemporaneidad se encuentra naturalizada la idea de que la igualdad pasa por la igualdad de
optar, y al hecho de que no se piense en la libertad, la igualdad y la democracia como igualdad
para gobernar. En este sentido, con la extensión del sufragio y la asimilación –y reducción- de la
democracia a la igualdad para votar, se neutralizó la posibilidad de pensar en una institucionalidad
que contemple, habilite y preserve la capacidad de participar en el gobierno trascendiendo el mero
carácter de votante o persona gobernada (posibilidad que, de todos modos, parece reaparecer
como horizonte deseable en varias luchas actuales, como las experimentadas en varios lugares de
Latinoamérica en la última década; como es el caso de las luchas en Chile en el último tiempo y
los procesos de participación colectiva en torno a la convencional constituyente, por mencionar tan
solo uno de tantos otros fenómenos).
La conjunción entre representación y democracia
La conjunción de la idea de representación con la de democracia es sumamente reciente en la
historia, aún más tardía de hecho que el período revolucionario moderno: recién comienza
a extenderse durante el siglo XIX (y en este sentido, señala Unzué, no es casual que nuestras
actuales constituciones hablen de república más que de democracia). La concepción positiva que
paulatinamente fue adquiriendo el término democracia, que en principio no era compartida por los
principales exponentes de las élites políticas e intelectuales, condujo a que comenzara a introducirse,
en paralelo con la idea de “república representativa”, la de “democracia representativa”. Esto
suponía conjugar dos cuestiones hasta entonces bien diferenciadas: la libertad de todas y todos y la
construcción de un gobierno en manos de una minoría (Unzué, 2007, p. 28).
Si la idea de república se legitimaba en que un grupo era capaz de discernir mejor el interés de
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todas las personas -incluso cuando ese interés fuera contra el interés de la mayoría-, la conjunción
de los términos “democracia” y “representación” se basó en la idea de recrear la voluntad general,
y así, de ser democráticos aun cuando minoritarios (aun cuando fuera un grupo el que discerniera
esa voluntad general). Pero este comienzo, que volvía a traer el ideal de homogeneidad republicana
-la idea de un interés común capaz de discernirse- va a resultar modicado con la evolución de la
concepción de democracia representativa y el avance de las ideas liberales, que irá imponiendo la
noción de pluralidad de intereses. Así, la representación política irá desprendiéndose en este proceso
de la idea de un interés común homogéneo necesario para conferirle un carácter “democrático”, a la
vez que irá aceptándose la idea de partidos políticos que representan cada uno intereses diversos.
En nuestra actualidad, el concepto de democracia es utilizado principalmente para hacer referencia
a regímenes estatales-parlamentarios. Así es que suele hablarse de “democracia representativa” o,
lo que es más común, simple y directamente de “democracia” para hacer referencia a un sistema
estatal-representativo. Pero como he especicado, esta asimilación es reciente en la historia del
pensamiento político.
Hoy se asimila democracia a un sistema electoral, a una institucionalidad que fue ideada en
resguardo de la expresión popular, que fue concebida precisamente en contraposición a ella. Manin
lo expresa claramente: si en algo se distingue el gobierno representativo de la democracia, tal como
fue concebida en sus inicios, es en que el gobierno representativo no da un papel institucional al
pueblo reunido en asamblea. La institucionalidad política denominada democracia, en principio,
era completamente otra a la del partido y a la del sistema estatal representativo: tuvo que ver en
cambio con lo que no se expresaba, sino en la manifestación del pueblo en la asamblea; era la
institucionalidad dada por la reunión del pueblo en la plaza.
Conclusiones y observaciones nales
Este texto se orientó a mostrar que la acepción de democracia vinculada a la idea de gobierno
representativo puede y debe ser radicalmente discutida. El escrito comenzó introduciendo
los cuestionamientos que han recibido las lógicas representativas (y su asimilación a la idea
de democracia), en luchas políticas de la última década que ponen en juego prácticas políticas
heterogéneas a las representativas, a partir de la ocupación masiva del espacio público con sus
propios cuerpos, como otras formas de ejercicio de democracia y de reclamo popular. A la vez,
planteó cómo estos cuestionamientos se han reforzado en los últimos años con la masicación de
los feminismos y la puesta en juego de los cuerpos en las calles como forma de acción colectiva.
En segundo lugar, el texto introdujo aspectos sobre la noción de democracia en su sentido clásico
y sobre el surgimiento de la representación política en la modernidad, así como problematizó la
conjunción entre democracia y representación. En lo subsiguiente, acudió a marcos conceptuales
de la ciencia política para desnaturalizar la asimilación entre esos términos. Luego se centró en
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problematizar diferentes dimensiones sobre la noción de representación: dio cuenta de la teoría
de la autorización de Hobbes como primera teoría de la representación; del surgimiento de la
representación como propuesta frente a la democracia en los constitucionalistas norteamericanos;
de la vinculación entre la representación y la idea de desigualdad del saber y la profesionalización;
de la noción de representación como teoría de la “independencia” frente a otras concepciones
posibles, como las vinculadas al mandato popular. En lo que sigue, el texto problematizó la
asimilación frecuente entre democracia y sistema electoral, así como cuestionó el papel de “jueces”
otorgado a las y los votantes.
De este modo, el recorrido efectuado por marcos tradicionales de la ciencia política y de la
losofía ha permitido exponer diferentes dimensiones implicadas históricamente en el concepto de
representación, así como aspectos vinculados a la idea de democracia (tal como esta fue concebida
en sus inicios), que evidencian la distancia, e incluso la oposición, entre ambos conceptos en un
nivel histórico-genealógico.
Es de interés de este artículo que el abordaje crítico, efectuado en torno a estos conceptos, pueda
aportar sustento genealógico y conceptual a luchas actuales que cuestionan que la democracia
representativa constituya un orden efectivamente democrático. Al respecto, cabe destacar que
la propuesta de realizar esta genealogía no se ha orientado a denir un signicado “último” o
una verdad denitiva sobre lo que fue, es o debe ser la democracia, sino más bien a romper con
sentidos unilaterales, a desnaturalizar asimilaciones unívocas y a desplegar luchas en torno a lo que
deseamos denominar democracia.
Los movimientos feministas y lgbtqi+ están mostrando formas de hacer política que no se reducen
a lógicas representativas (aún cuando las incluyen, teniendo en cuenta además que los feminismos
son sumamente heterogéneos y las prácticas que reúnen por demás diversas). Las acciones en
ámbitos asamblearios, en las calles, “en las casas y en las camas” (como suele hacerse referencia
a las luchas en torno al reparto de las tareas domésticas en el hogar y a las relaciones con la
sexualidad y el propio cuerpo), ejercen efectos transversales en diversidad de terrenos, que tienden
a rechazar las jerarquías de saberes y a cuestionar la delegación de decisiones sobre esos diferentes
asuntos a “expertos”, para adoptar en general actitudes más activas, tendientes a la creación de
prácticas colectivas y de redes comunitarias. Este tipo de orientaciones de la acción política tiende a
trascender la asimilación de la política a las lógicas representativas y a reforzar el cuestionamiento,
o al menos la pregunta, sobre la “representatividad” efectiva de los sujetos en lugares de decisión.
Cabe asimismo señalar que la problematización planteada, a lo largo de este texto, no se ha
orientado a proponer una solución totalizadora respecto de una forma de democracia posible
que reemplazara las actuales lógicas de representación, ni un esquema político simplicado, ni
mucho menos unívoco. La heterogeneidad de los feminismos y sus diversas propuestas y acciones
políticas, así como sus reclamos de atender a los contextos y situaciones de manera situada y
Mariela Singer Para una crítica del concepto de representación política...
KAIRÓS, revista de ciencias económicas, jurídicas y administrativas, 5(8), pp. 45-66. Primer semestre
de 2022 (Ecuador). ISSN 2631-2743. DOI: https://doi.org/10.37135/kai.03.08.03 65
compleja, demanda asumir una postura que atienda a esa complejidad evaluando en cada situación
cuáles son los posibles concretos a desarrollar en cada caso singular, para favorecer principios
democráticos de la acción. De ningún modo se sugiere una respuesta universal (por ejemplo, la
de adoptar la modalidad del sorteo en cada situación, ni ninguna modalidad o solución especíca
que no atienda a la complejidad y singularidad de cada espacio y de las y los sujetos implicados
de manera situada). Las prácticas en pos de lograr transformaciones emancipatorias pueden ser
(y vienen siendo) diversas y múltiples. Creemos que lo democrático, de hecho, reside en dejar
abierta la posibilidad de atender en cada caso las diversas situaciones y cuerpos involucrados en los
diferentes espacios de decisión, así como de considerar en cada caso la relación a establecer con el
Estado y sus instituciones, para que la transformación de estas últimas pueda asumirse de manera
participativa y con la complejidad irreductible que toda transformación en un sentido democrático
requiere.
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Jesús M. Navalpotro Sánchez-Peinado
gide@puce.edu.ec
Ponticia Universidad Católica del Ecuador – PUCE
Facultad de Jurisprudencia)
(Quito - Ecuador)
ORCID: 0000-0001-7221-6677
Rubén Méndez Reátegui
rcmendez@puce.edu.ec
Ponticia Universidad Católica del Ecuador – PUCE
Facultad de Jurisprudencia)
(Quito - Ecuador)
ORCID: 0000-0001-8702-5021
Francesca Benatti
gide@puce.edu.ec
Università degli Studi di Padova
Facultad de Jurisprudencia)
(Padova – Italia)
ORCID: /0000-0002-7594-3199
Recibido: 11/08/21
Aceptado: 10/11/21